10.6.07

Ligia Donají Ramos
(Puerto de Veracruz , 8 de junio )

Estudió Ciencias de la Comunicación en la Universidad Veracruzana. Escribe relato y cuento. Reportera gráfica en los diarios locales Imagen y El dictamen. Editora y colaboradora de las revistas independientes Mentes al aire, La masa, Udiverso y A-breve, así como en suplementos culturales en diarios estatales y la Jornada. Escritora de contenidos para Banco de Ideas del Festival Agustín Lara emisión 2003. Participante del Grupo de Baile Africano del IVEC. Actualmente Colaboradora de Editorial Mérida y Programadora de Contenidos y Medios del Centro Veracruzano de las Artes“Hugo Argüelles”.

Café con pan

Una mínima colección de memorias talladas en ébano, con cuidado, sostenidas en mi cuerpo como lo más frágil que pudiera existir. Después de tu siembra de besos, del recorrido de tus manos por sobre mi piel hecha valles, ríos, surcos, fuente, yo quedé ligera, la mente libre de andares pasados, mi materia enteramente tuya, un poco esclava de ti, hasta hoy un poco, un poco nada más..

Le llamaste torta a mi pastel de cumpleaños y eso me hizo voltear a verte con algo de desprecio y coraje. Te sabía mexicano de sobra, pero a últimas fechas te veía tocando con un grupo de venezolanos y otros estudiantes extranjeros.
Al rato le sale lo Trinidad y Tobago y también toca steel drum- comenté en voz alta con el torito en la mano, bien cargado. La gente a mi alrededor volteó con cara de desaprobar mi comentario, pero por ser la festejada, se callaron las bocas. Que eras famoso por tus grandes ojos color agua dulce, era bien sabido, que caías bien por tu gran capacidad de improvisar décimas en honor de quien tuvieras enfrente, también era conocido, y que sin proponértelo siquiera conseguías a la mujer que quisieras era comúnmente mencionado.
Comenzó la música y me subí a bailar a la tarima. Como me quedabas justo enfrente, comencé a mover las caderas, sin suavidad, intentando la rudeza en el vaivén, no mirándote y encajando el tacón de los zapatos como si te pisara. Podía distinguir tu voz por sobre las demás, esforzándose en el falsete, vocecita sabor kiwi reptando en el aire, anudada sin duda al tono de tus ojos, porque cantabas como mirabas, así de claro, así de iluminado.
Erguida, acomodaba mi cabello atrás de mis orejas y en una vuelta que dimos las bailadoras, te vi viéndome. Ojos hierbabuena, qué labios tan delineados.
Bajé de la tarima y caminé hacia la casa. Escuché sobre el pasto el ruido acolchonado de unos pies corriendo para alcanzarme. Te me emparejaste y me dijiste, como no se me ocurre qué improvisar, quisiera cantarte, ¿qué son te gusta?
El que gustes-te dije sin verte ya, de todas maneras yo no sé mucho de sones y esas cosas, apuradamente bailo, lo mío es otra cosa.
¿Ah sí, qué es lo tuyo?
Otro tipo de bailes. Por cierto, ¿que tú no eres mexicano?
Sí, ¿por?
Porque hace rato dijiste torta en vez de pastel, y pensé que eras venezolano, creo que es allá donde le dicen así al pastel, ¿no? o es que de tanto trato con tus amigos de fuera ya te sientes extranjero?
Te quedaste sin responder y luego, tratando de esbozar una sonrisa que no lograste, diste media vuelta y te fuiste.
Nos topamos tiempo después, en un fandango. Yo supe que estabas allí hasta que me subí a la tarima y te vi subir momentos después, poniéndote frente a mí, zapateando con agilidad.
Callada me quedé, atónita, con las piernas débiles de repente y el asombro noqueándome.
La luna cremosa, la noche estrellada, tu piel de agua oscura, de río nocturno fluyendo sobre cualquier espesura y cualquier intento de rechazo. Cantaste, dijiste, besaste, me diluiste. Yéndose la gente se fue la audiencia y nos quedamos bailando sobre la tarima, tú cantando, yo haciendo como que bailaba pero sólo bailándote a ti. Cerca. Tu rostro moreno intenso frente a mi rostro moreno pálido. Acanelados cuerpos queriendo anudarse.

Cuando la tarima quedó bajo mi cuerpo desnudo, la sentí tibia, lisa, cómplice. Para no saber bailar son, te sale bien el café con pan- fue tu último comentario porque de allí me hablaste con besos nada más. El cielo apretado de brillos quedaba sobre mí, como un techo benefactor. Tu figura se entrometió entre tanta estrella, como negro fantasma y metí mi mano entre tus dreads, como sujetándote pero realmente sujetándome yo a ti, a tu cuerpo tan de ébano, tan de dureza y corteza, tan de raíces trenzadas a muchos territorios.

Pero hasta hoy mi cuerpo te es ajeno, hasta hoy me perteneces de otra manera, muchachito hecho de sombra. Me levanté, aunque ya estabas a punto de estar en mí y pude irme. No me gustan los venezolanos, te dije, y menos los que no lo son y quieren serlo a fuercitas. Y a pesar de no querer, me calcé, me vestí y me fui.

Tu canto hace eco en mis espacios corporales, pero no sé dónde andas, ni me interesa saberlo. A mí sólo cántame la morena que yo te bailo, hasta que amanezca, hasta que anochezca. Tus besos siguen aquí, la tarima resuena en cada fandango al que voy y me encuentro con que mis ojos me traicionan buscándote. Te imagino siempre, y te detallo con lo que de yerbas, miel, plátano y maíz quedó en mi tacto, en mi olfato, en el gusto de mi piel. Con la memoria te veo, figura de arcilla oscura fragante a campo, pero no nos hemos vuelto a encontrar jamás; y está bien, porque quiero seguir con el cuerpo y la mente libres de tus andares

Camino al agua

De niños solíamos pasear por los solares abandonados, los que considerábamos nuestros por la simple razón de no ser posesiones de alguna de las familias pudientes de la zona. Para nuestros paseos nos gustaban las noches que tenían por ombligo una luna completa, que extendiera indiscreta y fluorescente sus cabellos de plata a lo largo de las veredas y las calles silentes, donde las casas parecían alineadas de una manera perfecta.

San Jerónimo era tranquilo entonces, y aunque las negativas de nuestras madres no se hacían esperar, no podían impedirnos salir de casa y correr hasta llegar al punto de encuentro en esas noches iluminadas. Había un solar que era nuestro solar, el más bonito. En ese espacio la vista al río era más amplia porque los árboles que ahí crecían no estorbaban el horizonte donde se extendía el paisaje acuático. Nos gustaba sentarnos a contemplar el río por horas. Grande, manso y dulce, el cuerpo de agua corría y se lucía ante nuestras miradas sedientas de brillos nocturnos.

Esperábamos callados para contemplar el momento en que la luna rozaba sin pudores la superficie cristalina del río, arrancando en su contacto, llamaradas blanquecinas que casi nos enceguecían. Espejos surgían momentáneamente entre las escamas líquidas del río y se encajaban en nuestros ojos tan profundo, que asegurábamos querer volvernos peces, para correr ágiles a la misma velocidad del agua, recibiendo avergonzados los audaces roces de la luna en nuestros cuerpos de mercurio.

Camino al agua nos descalzábamos, metíamos los pies en la corriente y retornábamos veloces el corto tramo que nos separaba de la zona del solar donde los árboles más grandes crecían. Llegábamos hasta ellos y cada uno de nosotros se abrazaba con fuerza al árbol que había escogido y bautizado. Con los ojos cerrados, pedíamos en voz alta que nos acogieran, que nos adoptaran como retoños y nos hicieran florecer con ellos, para que nada nos alejara del solar, impidiéndonos la asistencia en las noches de magna luna. Después nos revisábamos para ver si nuestros pies ya habían echado raíces, si nuestros torsos eran ya troncos o los brazos ramas, o si por casualidad, en los dedos de las manos asomaba alguna hoja o alguna flor. Desanimados, renunciamos a nuestras ceremonias nocturnas de luna llena, cuando crecimos y nos dimos cuenta que los árboles nunca prometieron nada.

Escogimos una noche alunada para embarrar nuestros pies con barro y certificar con nuestras huellas sobre los troncos, el vínculo de cada uno con su árbol. Así renunciamos y decidimos seguir creciendo. Años más tarde, cada uno tomó su camino y algunos se fueron a otros lugares.
Ahora, en las noches de luna enorme, suelo sentarme con otros amigos a mirar el río impaciente por caricias lunares, guarnecidos en lo alto de los árboles, que no faltan nunca a nuestra reunión.

Cacería de Brujas

La observa con detenimiento: las manos llenas de dobleces, los ojos rasos; la voz se mantiene, aunque ahora alcanza matices que no recuerda haberle oído antes. Salta la mirada a pasearse por los objetos en el comedor: los mismos gatos en los almanaques cuyos días serán, considera, más espesos por falta de compañía; la azucarera de porcelana blanca, brillante, con flores de un rojo descarado como boca de mujer que llama a dar besos sinuosos. De la casa emerge, como siempre, cierta oscuridad que no asusta pero tampoco conforta.
El tic tac incesante del búho en la pared, con la panza llena de horas. Tic-tac, tic-tac.
Las manos acordeón musicalizan el relato, se desdoblan levemente para mover los dedos, puntualizando los comentarios. Sonríe mientras la mira y el viejo amor le da una sacudida, el amor de siempre, el reservado para su viejita, pequeña, antisocial. Afuera la lluvia danza con pasos amortiguados, como no queriendo dejarse oír.
Eran tres bolas de lumbre que jugaban en la lejanía, allá en lo alto del cerro. Tu abuelo las vio, ya ves que a él le gustaba irse a caminar al cerro del borrego y allá fue en la mañana, tempranito. Se quedó de a seis cuando volteó para arriba y vio las bolas, como persiguiéndose, jugando, decía él…
Achica los ojos, los entrecierra para darle nitidez a la imagen que la abuela le narra y la sensación se despierta en su estómago, un vacío que le quita un poco de aire, que le provoca una implosión y le hace temer un poco, encogerse un poco.
Y sí es verdad, porque también cuando tu tío Fede era recién nacido, vinieron, y si no hubiera sido por las vecinas que me decían que oían al niño llorar pos no, yo no sabía de esas cuestiones,porque allá en mi tierra nada de eso pasaba; ya te digo, yo durmiendo junto al niño, en la misma cama, con tu tío en medio hecho taquito, enrollado con la sábanas y tu abuelo del otro lado, de modo que tu tío quedaba al centro, pos no había manera de que no oyera al niño llorar, ¿pos cómo? Pero ya sabida, le puse las tijeras abiertas en forma de cruz bajo su cabecera y un listón rojo amarrado en su muñequita, así, en forma de pulsera y ya no siguieron viniendo.
Mira los ojos de su abuela cuando le platica, dos canicas azul oscuro, como un cielo a escala con asomos de nubes, parpadeando con fuerza.

*

Levanta la mesa. Con el trapo medio mojado quita las moronas del mantel, pone en orden los tapetes de plástico. En la cocina, el ruido del agua que cae del grifo cesa. Es hora de acostarse.
Por el pasillo, la figura pequeña de la abuela es la guía. El amarillo de las paredes que por la mañana se dispara a la mirada, languidece entre la penumbra. Al llegar a la habitación del fondo, los olores de pabilo quemado y de talco bañan su olfato. Una vez encendida la luz, ve que la recámara permanece como los cuadros que en los muros del cuarto su abuelo colgara, suspendidos en el tiempo, si acaso algún indicio de palidez en los colores o una mancha más caminando lenta por alguna de las paredes, como gusano que trepa alimentándose de humedad.

El tiempo bien podría ser un trozo de obsidiana por donde la coherencia resbala. Entre las sábanas delgadas, escucha la respiración pausada de su abuela. La lluvia pare una mezcla de silencio y ruido, un sonido que se acolchona y ahoga la agudeza de otros sonidos. Su cuerpo tenso caza la sonoridad del exterior y el frío que recubre su piel viene del clima y de dentro de su propio cuerpo también. Se incorpora despacio tratando de no meterse con el silencio. Su abuela no despierta. Con cuidado se calza las botas. Extendiendo las manos hacia el frente, camina con pasos cortos. Una arruga profunda y horizontal parte su frente y en la semioscuridad abre de más los ojos como si esto ayudara a recuperar la tranquilidad y a mejorar la visión. El aire entra y sale ágil de sus pulmones y a pesar del frío, suda. El corazón late en cada recodo de su cuerpo y en el pecho, se desgrana en un alarido que se interrumpe y reinicia. Una enorme presencia otorga peso a la penumbra. Decide prender la luz de la cocina, volteando hacia atrás. En cualquier momento algo podría salir del fondo del corredor. Toma las llaves de la vieja tabla y su chamarra del respaldo de la silla y camina hacia la puerta que da a la calle. El frío de afuera le golpea el rostro. La tensión se hiela. A medio iluminar, la calle está desierta y callada. Sólo dos perros duermen sobre la acera, enroscados sobre sí mismos.

*

En el puente que va hacia el cementerio es que las ven, ya no tan seguido como antes, porque antes sí era de cada noche que bajaban y se oían sus gritos que más parecían aullidos de loba herida, y a la gente que gustaba de andar a horas en que ya uno debe entregarse al sueño, era a la que agarraban y dicen que les chupaban el espíritu porque los dejaban con las piernas y los brazos como hilitos, así, lánguidos como se dice, flojitos y con dos huecos por ojos…

La llovizna es un ataque de finísimas agujas frías. Camina con los brazos cruzados sin evitar los charcos donde los largos cuerpos de las lámparas se reflejan. El camino hacia el puente es muy breve, escasas dos cuadras que parecen estirarse. Las piernas avanzan a punto del hormigueo y la náusea le patea el vientre. Tiene ganas de llorar pero algo lleva el curso de las cosas y no está en sus manos, no. No puede distinguir la estatura de los cerros, ni su volumen señorial, sólo siente su vigilancia y una especie de telaraña inmaterial que aprisiona. Voltea hacia atrás. La escuela primaria se ve desolada, las casas, los árboles, incluso los arbustos y flores del camellón pierden color y se tornan acechantes.
En la mente puede verlas desdibujándose, las imagina como flores de fuego que se abren y se cierran, con los cabellos como hilos de seda incendiándose, extendidos en el aire, sin sustancia, espeluznantes, en medio de su territorio nocturno cuya entrada es el puente. …de pie sobre el puente, aguza el oído: sólo el correr del agua que pasa y los sonidos habituales de la noche, pero más nada. Decide esperar un rato. Con los brazos cruzados, se recarga sobre el barandal, clavando la vista en los puntos más oscuros, respirando ya con la boca abierta, sacudiéndose de vez en vez.

Nada.

Con la ropa escurriendo, tirita. Sus oídos expectantes se van acostumbrando a la voz profunda del agua que pasa por debajo del puente. Voltea hacia todos lados pero sus ojos ya no están tan abiertos. Los dedos de las manos se mueven como tentáculos de pulpo. Piensa en que su abuela se preocupará si se despierta y nota su ausencia. Suspira y con la mirada busca otra vez. Voltea hacia arriba y atrás, en la negrura, escucha cómo de pronto las ranas callan. Una inquietud se le derrama encima. Echa a andar hacia las faldas del cerro. Cruza las vías hacia el camposanto y al respirar con fuerza, el aire frío le ocasiona heridas en la nariz. La reja de la entrada está cerrada y de ella cuelga una cadena gruesa y un enorme candado. Se recarga en la reja. Mira arriba, hacia los cerros, pero nada ocurre.

-Quiero ver algo.

El piso mojado imanta sus pies y con los brazos metidos entre los barrotes, deposita el peso de su cuerpo sobre la rigidez de la reja. Abuela, piensa, dentro están enterrados el tío Fede, la bisabuela, el abuelo…

Un sonido ahogado parece escucharse.

-¡¿Que es eso, qué es…?! Un hielo inexistente se deshace sobre su nuca, escurriendo hacia la espalda.

La lluvia mantiene su canción, pero las ranas callan de nuevo.

Un llanto cae ya sin control. -¡¿Es un gemido, quién hizo así, qué es eso?!El temblor se generaliza en todo el cuerpo y a pesar de no querer moverse, se mueve. Apartándose de la reja, echa la última mirada hacia adentro del cementerio. Retrocede.

-¡¿Qué es eso…?!

Corre. Llorando corre hacia casa de la abuela, las botas antiderrapantes facilitan la ágil carrera. Salta las vías. Corre y reza, aunque sean disparates, retazos de oraciones incoherentes, suplica a su tío Fede que no le pase nada, que no le queden huecos los ojos; oprime con fuerza sus párpados para borrar de su cabeza la imagen visualizada, y su mente reconstruye en cuadros nítidos una medusa danzando en amarillos y azules, una gasa de lumbre que vuela, como jugando.

Que no vuele hasta acá, que las piernas no se me aflojen, por favor, por favor…
*

Sentada en la sala, la abuela acaricia a la nena, haciéndola ronronear.
Por el cementerio han pasado varios cuidadores, orita no sé francamente quién se haga cargo. La última vez que fui a dejarle flores a mis muertitos me atendió un chaparrito, joven, que no habla dicen, muy atento, hasta me dio una lata pa echarle agua a mis nardos y a mis nubes. Dicen que no tiene casa ni familia más que su mujer, una chamaca igual de flaca y maltratada que él y que los dos viven allí en el panteón y eso no se hace porque pos no, no dejan dormir en paz a los muertitos en las noches; Sarita me contó que la chamaca tenía el montón de latas donde yo creo cocinaba, porque cuando ella iba a ver a sus muertitos, veía a la chamaca sopla y sopla a las latitas pa avivar las brasas; pero ora que tú me dices que nomás le vistes las piernas afuera del cuartito de cemento ,y que se veía el montón de latas con brasas vivas se me hace raro que duerman así, habrá que avisarle a las autoridades que vean eso porque está raro, a lo mejor están mal de su cabeza los dos, capaz que se arma el incendio y ellos no van a responder. Pero qué costumbres las tuyas esas de caminar en la noche, no ves que eso está mal y más anoche que no había luna y no se veía nada, ¿y si te llegas a caer, yo aquí sola qué hago, cómo me entero? No andes haciendo eso que te puede hacer daño, si ya orita la palidez que pescastes. Ya estás como tu mamá cuando niña, que la mandaba yo a la tienda y un día, ya entrada la nochecita, regresó toda espantada y me salió con que un perro negro le salió al paso y no la dejaba pasar…

-¿Cómo?

Y con la náusea pateándole el vientre, achica lo ojos como para darle nitidez a la imagen que su abuela le está contando.

Juan Luís Rojas
(Orizaba, Veracruz , 19 de Noviembre )


Estudió Ciencias de la Comunicación en Universidad Veracruzana. Desde los 17 años escribe poesía, argumentos, relatos y cuentos cortos. Ha sido colaborador del grupo AVAN Radio y del Periódico Imagen de Veracruz. Coordinador de Prensa de la dependencia de Seguridad Pública Municipal (2005-2007). Actualmente labora en el Departamento de Comunicación Social del Ayuntamiento de Veracruz y colabora en la página de crónica Olas de Sangre en el Puerto.

El platanal

Cállate.No te vaya a escuchar.Tiene hambre…



A doña Jacinta la están velando. Tiene hartos botes con crisantemos, gladiolas y nube alrededor de su cajón. Hay pocos nardos, pero son los que más huelen en aquel jacal.
Están sirviendo el café.
Afuera, seis borrachos recuerdan a doña Jacinta.
Los hijos de las rezanderas juegan con las almendras del café quehay regadas en todo el patio.
Uno de ellos, Oliverio, se esconde tras el platanal.Piensa que está a salvo de la balacera de almendras.No siente cuando llega, sólo sabe que lo toman del brazo.Oliverio intenta gritar. No tiene voz.
Desde aquella noche, después de la búsqueda,
nadie regresó al platanal.Oliverio tuviera mi edad.Nunca apareció.

Breves de amor y muerte


I
En el último suspiro dejó caer la mano. Antiquio, su perro, apresurado trató de revivirlo. En balde lamió aquel brazo suelto y vaporoso. Dicen que la saliva es el mejor de los ungüentos, yo creo que por eso al Carmelo nunca se le separó su perro.Dios lo tenga en su gloria.
II
Bien me acuerdo que cuando la Raymunda salía a lavar, un canto bien triste sonaba del pescuezo de los pájaros que la seguían hasta la sombra de los álamos.Se levantaba la falda y metía una a una sus carnes, hasta que llegaba a su piedra de lavar. Tiraba dos o tres varas de platanillo y hacía una presa, donde ponía a remojar sus trapos.Y yo desde lejos, en medio de las matas de café, nomás la veía cómo se movía. ¡Pinche Raymunda! Era una mujer de verdad, nada de tiliches.Así era siempre; iba a lavar bien temprano y cuando salía del agua con su ropa limpia, yo me hacía el aparecido, como si apenas fuera para mi parcela.Sólo una vez le dije buenos días, y no más por que ese día llevaba susaretotes de oropel. Yo quería que me viera.Por eso le digo que yo no la maté. Le digo patrón, yo no hubiera podidohacerle semejante barbaridá, menos con hojas de caña.
III
Un día, tu padre me dijo que lo enterráramos junto a huisache. Decía que cuando el árbol ayunara las espinas, los perros no lo escarbarían.¡Pobrecito de tu padre!Vamos a tener que hacerle caso, no hay ni un chingao petate bueno pa´ sembrarlo. Mero hoy que es día de la Candelaria.
IV
Pudo en ese momento llegar la muerte, harapienta y cabizbaja, como imaginó sería para los jodidos. Lo que vio fue una lucezota, grande, grande, que lo mojaba.Escuchó los rezos bañados de copal. Ya no era él; a lo lejos, sentado junto a la olla de café, pudo ver cómo al cajón le hacían la señal de la Santa Cruz con el sahumerio.

Leña para miguelina

Era una lluvia de ceniza

El bracero de Miguelina cocía el nixtamal para las tortillas de mañana.Camilo, su esposo, siempre le decía:- ¡Desperdiciada! Qué no ves que me parto el lomo para hacer leña y túsigues pónele y pónele a la lumbre.- Si ya acabastes, deja las puras brazas.- Pa´ qué chingao sigues metiendo leña.

Miguelina era muda. Mejor para Camilo, así no hacía más que gemir cuando llegaba aguardientazo y la golpeaba.Desde los catorce, Miguelina, había sido su mujer. Mujer pequeña, morena,de cabellos largos y crespos, como de escobeta, negros.El cañal de don Fausto era fuente de provisiones para el matrimonio. Lostreinta pesos diarios no bastaban, ni para el aguardiente, ni para lasmorunas; menos para la comida.Los conejos que atrapaba el fuego de la zafra, eran codiciados entre lacuadrilla de macheteros. Camilo había llevado tres en la semana.
-¡Carne!, pensaba Miguelina.Todos los días, a las cinco de la mañana, antes de que su gallo descubriera el sol, Miguelina, hacía rechinar el catre de tablas cuando se levantaba. Enfundaba los pies curtidos en sus huaraches de plástico y salía. Cargando más de siete kilos de maíz, llegaba al molino de don Chilo. A las seis de la mañana ya estaba frente al bracero, moliendo la masa. Haciendo tortillas.

Marrano, su esquelético perro pinto, la veía, recostado a diario en latibieza de las cenizas.Todos los días era lo mismo.Silencio.Fuego.Leña…
Soledad.Por las noches, Miguelina, sabía que en su bracero encontraba latranquilidad que no le daba su jacal. Después de cocido el nixtamal, entraba y fingía dormir. Escurría su cuerpo cuando Camilo le abría las piernas, con esas manos callosas, negras, sucias de hoja de caña incendiada. Cuando el animal de Camilo dejaba de embestir su cuerpo callado, Miguelina hacía como que dormía. Casi flotando, escapaba del tufo de su esposo. Llegaba al calor de su bracero. Ahí lloraba, evitando entonar el canto que su abuela le enseñó. Siempreterminaba haciéndolo, aunque no quisiera. Su garganta se desplegaba, y la lengua olvidaba la rigidez de siempre. Poco a poco, su canto mecía, primero el azul, después el rojo y por último el dorado color de la lumbre. Sabía que no era desperdicio tener siempre fuego sobre el bracero.
Cuando los trozos de guayabo y de mulato se desdibujaban, para dar paso al rojo vivo de las negras brazas, Miguelina, desprendía primero una, después la otra de sus flacas piernas.No había coyunturas sangrantes.

El canto seguía.Suave.
Melancólico.Triste.
Arrastrando el tronco de su cuerpo, Miguelina, aventaba sus piernas albracero. Tenían que estar calientes, o al menos tibias. Recogía su cabello y lo unía en una trenza, escurrida, parca.
Y así, cada noche, hasta que las morunas de Camilo perdieron el filo, igual que sus golpes, igual que sus gritos. Cada noche el mismo canto, la misma trenza, el mismo llanto.
Una noche, Camilo cayó borracho en una zanja de la parcela, no se levantó jamás después de aquella noche lluviosa. Se ahogó sin saberlo.Miguelina y su bracero, eran lo mismo. Cada noche ella cantaba y se iba al monte, sin piernas, ahí, desudaba su cuerpo y se bañaba con el agua que juntaban las vainas de los platanales.Comía grillos y catarinas. Cortaba leña, siempre de guayabo y de mulato; sabía que esas no hacían humo.Fue una noche, que cargada con su leña, Miguelina, llegó al bracero. Tiró los trozos de madera y un montón de jinicuiles que había cortado de regreso. No le dio tiempo de voltear, cuando sintió que su cuerpo le quemaba. Convulsa, apretujaba su garganta, queriendo cantar otra vez.

Se arrastró hasta chocar con las patas del bracero, alzó la mano,intentando encontrar sus piernas entre las brazas. Se quemó y no las halló. Una muchedumbre llegó de repente. Era un griterío de gente enardecida, con candiles, palos y machetes.

Una vieja con el mandil manchado con masa, doña Enedina, gritó:- ¡Ya ven!, se los dije, esta pinche muda es la que nos ha estado robando.- ¡Maldita bruja!- ¡Mátenla!
Miguelina, cerró los ojos y no los abrió jamás.

Afuera, Marrano corría con sus piernas, que momentos antes los ardorosos y furios campesinos habían tirado a la calle. Las llevó lejos, hasta la orilla del río, donde las echó.Después de la muerte de Miguelina, todo el pueblo sufrió. La caña nocrecía, era seca y de más bagazo que caña. Del café sólo volvieron a ver su flor. Nunca volvió a brotar por bultos. La lluvia se olvidó en la mente del pueblo. Pasaron años, hasta que ningún árbol quedó vivo. Fue entonces cuando hubo leña suficiente.
Yo estoy de paso. Lo que aquí les cuento es lo que me contó don Pedro en la cantina, después de haber ido al ingenio. Es más, dicen que cuando queman los cañales en la noche, la lluvia de ceniza ya no cae sobre el pueblo, se va, como si la soplara un aire misterioso.
Hay quienes dicen que por la madrugada, el río se detiene, y que a lolejos, se puede ver una luz brillante en el bracero de Miguelina, donde una totola grade, negra, brillosa, se pasea.
Es Miguelina.

Antonio Mundaca
(Puerto de Veracruz , 13 de junio )

Estudió Ciencias de la Comunicación en la Universidad Veracruzana. Se ha desempeñado como Reportero y Guionista de Radiotelevisión de Veracruz y la Coordinación de Prensa del Comité Directivo Estatal del PRI en el Estado de México. Colaboraciones suyas han aparecido en la Corporación Oaxaqueña de Radio y Televisión.Programas: Más Cultura, Reflexiones al aire, Tras la noche Especiales de Noticias, el Viajero eléctrico, Rehilete Mágico. La columna “ Realismo Agreste” en revista Juicio, la publicación del Sindicato Nacional de Trabajadores al Servicio de la Educación ( SNTE) y el Periodico de circulación estatal Imagen de Veracruz. Becario del CEET en el area de Narrativa(2005-2006). Ganador del Concurso de Cuento Corto Convocado por el 50 Aniversario de la Facultad de Ciencias de la Comunicación de la Universidad Veracruzana (2004).Colaborador del grupo Teatro Cabaret del Centro Cultural Helénico (2006). Actualmene estudía Artes Plasticas en la UdeG.

Todos podemos ser el monstruo

Ese hogar estuvo en sueños, natita. El mundo bueno que nunca existió y siempre nos enseñaste con tus manos a la hora de rezar el padre nuestro. Sí natita, todas las cosas tienen mucho de ti, aunque nadie más lo note, aunque cada uno se salve del dolor a su manera diciendo que ya te tocaba morirte, por vieja, y hay que conformarse con eso.

Pero sabes natita, nadie se dio cuenta que cuando te rezaban en la casa de Tacho, pude mirarte cruzar el patio y se callaron los perros, porque reconocían eras la única que les daba agua a las seis de la mañana y les bajaba la lámina cuando el cielo se caía con sus gotas gordas de lluvia.

Comencé a extrañarte desde esa tarde en que nos dijeron te irías pronto y todas las noches la luz de tu ventana se apagaba más temprano y comías menos, y tenía que ayudar a la abuela y a mamá a hacerte la comida pedacitos. De ti aprendí el mundo de los sueños natita, que en esta tierra los hombres vuelan, persiguen los pájaros, se vuelven santos, porque aunque no sabías leer me relatabas la vida con tu ingenio de mamá grande.

Desde que tú no estás el patio dejó de darnos frutos, las aves parece que saben ya no estás en cuerpo porque no vienen a cantar temprano. La camioneta vieja que nunca quisiste se vendiera, sigue ahí, con todo ese olor a acero antiguo que te recordaba algún secreto que nunca supimos. El recipiente de peltre fuente de espíritus, tu falda eternamente negra, el escapulario. Todo sigue ahí. Las mañanas calurosas en que corrían a verte para que fueras la partera y fueras un poco la madre de todos es lo que ya no se repetirá jamás.

Es cierto natita, eras sabia, enérgica, y al final tan tenue, como un dolorcito que se sobrelleva en algún lugar y puede ser la costilla, el estómago o la espalda, pero es la vida entera la que está doliendo y que ya se va. Te extraño natita, pero ya dejé de ser niño para decírtelo llorando. Te extraño y cuando veo tu foto de bisabuela buena se me encoge el corazón y recuerdo las direcciones poderosas que inculcaste, la habitación donde ningún milagro te salvo del cáncer, vieja linda.

El mundo desde que te fuiste cambio tanto, pero siempre tuviste razón, siempre. Todos podemos ser el monstruo si nadie nos toca el corazón. Haz tenido razón natita, al final de la vida siempre estamos solos.

Los tiempos de agua

Cata llegó a la casa en tiempos de agua, cuando la venta de comida en el restaurante era buena y mi madre necesitaba una ayudante. La trajo su papá Silverio huyendo del paludismo. Al principio fue tímida y callada, siempre tuvo esos ojos chispeantes, la postura inocente de india serrera. Se acopló enseguida a los murmullos del pueblo, a las fiestas que empiezan en marzo, a los días de todos los santos sin los grandes altares.

Cata no tenía problemas para prepararse un buen cigarrito de marihuana y callaba toda cuando llovía, se sentaba en algún banco con las piernas abiertas, para que el cliente no la olvidara. A Cata no le importaba la venida de Cristo y tenía ganas de conocer las ciudades vacías, no soportaba que alguien la mirara con ojos de hambre, entonces era casi un pájaro. Más que perder, odiaba que el otro se enterara que estaba perdida, ella siempre daba el último golpe.

Cata andaba descalza entre las piedras, no pisaba la alfombra, volaba. Decía que no sabía querer y no tenia culpa que después de dos o tres cogidas la adoraran, no era lo suyo el amor sacrificado. Cata no estaba bien ubicada en espacio y tiempo, por temporadas se ocultaba de todos, no admitía visitas en su cama y tenía amigos imaginarios.

Los senos de Cata eran grandes y oscuros y sus piernas eran lizas como una sombra estirada. No sé bien en que momento se convirtió en domestica de día y animal de mi cama por las noches luego de la ducha. No sé que tan cierto sea que los de su tierra son sopladores, hierberos que curan el susto con la frialdad de su lengua, sólo sé que ella era ante la vida era como una culebra frente a la tormenta: andaba con prisa, le temía a los rayos, se escabullía entre las cortinas y reía, se desnudaba frente a mí y reía. Cata reía


Mamá Chata

Mamá chata se pone feliz cuando voy a visitarla. Me dice que reza por mí a las ánimas benditas del purgatorio. Insiste en que me hará una limpia con albahaca para que se me alejen las malas corrientes. Sin embargo ya no es lo mismo a cuando era un niño. Ya no me cuenta historias sobre sus ancestros de Jamapa, las travesías para cruzar el río en las crecidas, los revolucionarios que se llevaron a su padre y lo trajeron inerte para que lo sollozarán los hermanos que incluso no nacían. Ya no me unta incienso en la panza para el empacho, ni me pone un lienzo rojo en las muñecas cuando hay eclipses. Ha dejado de buscar naguales en las noches cerradas, aunque sigue poniendo un vaso de agua para los niños que murieron sin bautizo.

Yo le alego sobre lo sucio de su colección de fotos y le cambio las flores al altar de la Guadalupana. Combato con su costumbre de pararse a las seis de la mañana a mirar por la ventana a ver si un hijo vuelve y en el silencio difiero con su idea de dios. Pero cuando Mamá Chata extiende su mano para bendecirme, me arrodillo. Alguien que en ochenta y siete años de vida sigue teniendo compasión en los ojos, no puede equivocarse al invocar lo divino.



Ana Carolina Corvera
(Zacatecas, 8 mayo de 1984)

Estudió Letras en la Universidad Autónoma de Zacatecas. Ganadora dentro de la Convocatoria Nacional de Proyectos Artísticos y Culturales en 2004, emitido por el IMJ, con el proyecto Effigies, Revista de arte y cultura, coordinadora y editora (2004-2005) Ganadora del Primer Lugar en el Concurso Estatal de Ensayo "Mauricio Magdaleno", convocado por el INJUZAC (2006)Ha publicado en diversos medios culturales del país, entre ellos La Cabeza del Moro, Revista Mexicana de Fotoperiodismo y el libro Pensamiento Novohispano Número 7, editado por la Universidad Autónoma del Estado de México (2007.) Actualmente se desempeña como editora y coordina un espacio literario en el noticiero Escenarios de Radio Zacatecas. Becaria del FECA Zacatecas en la Categoría Jóvenes Creadores (2007).

Lluvia negra



A mi madre
a Hector García y Antonio Mundaca
.

Se mira en la espuma y retoca sus labios adultos. Es noche de umbrales abiertos, de gente que llega al puerto con una luna en cada fémur. Ella, la mujer que regresa, toca su rostro y baila. Sus pies son brújulas celebrando el camino.

Estaba el cielo con un cigarrillo en las manos. Estaba ella flotando en su alma nocturna, cantando una y mil veces desde su piel que fue tejida con lluvia negra.

La intención es hallar un lugar entre las rocas. El punto exacto, el ángulo desde donde todo se repita y ella pueda obedecer a la memoria: primero dar tres pasos hacia el péndulo y escuchar un latido con arena blanca; luego viene la huida, la lejanía que nos enseñan los besos de la nube.

Una voz dijo “Obedece al fulgor de la tierra. Ejecuta la danza secreta de los tres pies. Recupera las notas muertas y dime desde tu sangre cómo tocar el Jarabe Gatuno.”

Vuelve fugaz el recuerdo, el apego a la bahía. La madre la abrazaba contra el pecho mientras ella recién nacida inventaba uno a uno los compases de su llanto.
De pronto se aclara: su vida fue siempre un mismo rostro, alumbrado cada vez en horas distintas. Es la misma niña que nació en la playa. Su mano y la de sus hermanas sabe a leche de coco, a hechizo, a máscaras de elefante, a carabelas del norte y fiestas de parroquia.

En el principio fue la risa, la plegaria imitando al orgullo de las flores. Que el mundo conserve al origen; que ella se disfrace de niña virgen y nos embruje con los ojos cerrados.

Un pez duerme entre sus vértebras. Ella se desliza tranquila junto a la marea y sigue al inquilino. Se despide por un instante del danzón y las palmas en el fondo. Duerme también, esperando a que el silencio acabe la metamorfosis.

Un cuerpo en descanso es una historia infinita.

El padre la llama. Apenas comienza a levantarse y a cubrirse de su sueño cuando alguien la mira desde una puerta con la mano en el rostro. Tiene los dedos mojados y admira sus propias rodillas antes de salir corriendo hacia la nada.

Manuel Méndez Contreras

(Puerto de Veracruz, 22 de abril de 1969)

Cursó la carrera de nivel técnico en Educación Artística con opción en Danza del Instituto Veracruzano de Cultura, talleres con importantes figuras en la danza como Ibis Hernández Gómez, bailarina del Conjunto Folklórico Nacional de Cuba, David Howard, Jennifer Predok, Larry Lavender, Jamal Mohamed, Kulubek Ishenaliev, Perla Szuchmacher y Larry Silberman, entre otros. Tiene estudios en percusión y forma el grupo Lamento Yoruba y percusión Afro-antillana con el que realiza varias presentaciones por el Estado. Como Percusionista participa en diversos eventos culturales del Puerto y el Estado. En la danza, incursiona en el ballet clásico, la danza contemporánea y el baile afro. Forma y dirige diversos grupos de danza con los cuales recorre en distintos proyectos, diversos estados de la República. Como coreógrafo y bailarín, tiene una intensa actividad participando con la Escuela Cubana de Ballet, con el Grupo de Danza Contemporánea Bogavante Forion A.C., con la Mtra. Josefina Lavalle, en la puesta en escena Cajita Musical de Gobierno del Estado de Veracruz, entre otros. En la actualidad, es docente de la Escuela Veracruzana de Danza del Instituto Veracruzano de Cultura, impartiendo danza clásica, contemporánea y afro, en la que imparte su propia técnica de afro-latino y afro moderno.

propuesta

Nicole Cecilia Delgado
(San Juan, Puerto Rico, 13 de Noviembre)

Poeta y organizadora cultural. Obtuvo una Maestría en Estudios Latinoamericanos de la Universidad del Estado de Nueva York. Ha publicado tres volúmenes de poesía: Inventario secreto de recetas para enrolar las greñas con cilindros de colores (2004), Secretos familiares (2006). Intemperie (2007). Editora de la revista Casa Tomada en NY. Actualmente cursa un diplomado en creación literaria de la Sociedad General de Escritores de México( SOGEM).

Cimarrona

siempre supe

que por alguna razón insuficiente
no podía nombrar esa palabra negra

esa era mi historia
llena de significaciones entre líneas
que nunca me tocaban
que me aturdían
y yo era negra también
porque nadie sabía nada de mi padre

yo era negra
abrazada al mapa del regazo de mi abuela
para no perderme
llena de secretos incrustados
en las capas de pintura
que acumulan las casas de cemento
buscando entre los libros de doctor
de mi abuelito veterano
siempre en el lugar equivocado
pistas coherentes del sabor de mis caderas
los espacios oscuros

en los que se me cancelaba

yo no era de allí, supongo
el discurso racista en la sobremesa de mi casa
me amargaba
esa era yo y esa eran ellos
eran mami, abuela, abuelo
tal vez mi tío un poco menos
que me llevó a mirar las noches en el pueblo
y siempre tuvo novias con el pelo rizo
novias negras

después quise ver más allá del enrejado
pintar con las cenizas de las hogueras nocturnas
de los pueblos cercanos a la playa
y sin embargo, y a pesar de mi familia
las capas de pintura
los cuentos extendidos más allá del sueño estético
todo trazaba pistas negras

un lenguaje cotidiano con el acento portugués
de un negocio transoceánico
que nos hizo a todos negros
negros en la cama los bisabuelos franceses
las tías canarias
negro también sevilla
negro el perú
negro todo el sur de españa
negras las ventanas soleadas de las casas
negros los bailes, las querencias
la virtud del mar en la mirada

el problema fue que no había más historia
que las enredadas genealogías familiares
historias privadas de las que no se habla
demasiado pobres para ser históricas
demasiado negras para ser historias literarias

por eso me acusaron

demasiado culo,
demasiada boca
demasiada risa,
demasiado cafre

demasiado baja

demasiado negra explayada
malhablada

la blancura era un contexto irracional
inmune a los estragos del salitre y la resaca
y yo, rebelde, me iba a la playa
a ponerme cada vez más negra
cada vez más pobre, más descalza
y yo, cobarde, iba con una vergüenza blanca
en el cuerpo avergonzado
una vergüenza lechosa y rosadita

una vergüenza también de bultos
y de carnes
una vergüenza colonial, terrateniente, adúltera
fornicante, blanca, violadora, víctima, violada
una vergüenza negra en el lenguaje
en la vida cotidiana
inapropiada para mi casa hipócrita
para mi casa blanca
yo sabía bien que el mar que me rodeaba
era de áfrica

que la luna del cielo era de áfrica
que el cielo no cabe todo en una palma
de una mano blanca
que el ritmo de la noche era de áfrica
que el cansancio de los cuerpos
que la palabra cuerpo, que la palabra planta
que la palabra madre, que la palabra vida
que la palabra casa, que la palabra historia
que mi historia toda

y tracé por voluntad

esa línea imaginaria y fértil
desde el centro genital de mis orígenes
hasta algún país de áfrica
y aunque tú me veas así,tan burguesa, tan perdida, tan blanquita
yo te juro que siempre fui la negra de mi casa
la negra con todos los prejuicios
con todos los estigmas
con todas las violencias
yo era la bastarda
la negrita, cimarrona

la nena malcriada

escondida entre los márgenes
de la falda del cafetal abandonado
de mi abuela blanca

Victoria Guerrero Cazarín
(Puerto de Veracruz , 8 de Abril de 1968)


Licenciada en Ciencias de la Comunicación por la Universidad Veracruzana. Productora de Radiotelevisión de Veracruz. Entre los trabajos realizados en televisión se encuentran Noticieros del Sistema Informativo RTV Noticias, los programas: Especiales de Noticias, Todo Veracruz, un océano en vez de rejas, migrantes veracruzanos: obligada nostalgia, trabajo merecedor del premio estatal de periodismo en su emisión 2000 y 2001. Actualmente labora como Productora de la Corresponsalía Regional Veracruz-Boca del Río de RTV.

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