Humedad, divino tesoro.
Recordando esa mulata de suave andar y ropa húmeda pegada al cuerpo, digo: humedad, divino tesoro. Sintiendo el sopor de cuando nada-se-mueve y el propio sudor escurriendo por mis tres panzas, no puedo decir lo mismo.
Caminando por aquellas tierras reventadas –signo de alguna humedad perdida- también sentimos nostalgia por el agua. Evocando esos magníficos hongos multiplicándose debajo de los sillones en el Desierto de los Leones, también da un poco de temor a la humedad.
Recordando los momentos del no-mo-olvides-te-quiero, repletos de humedad. ¿Quién se atrevería a objetarle algo? Quizá podríamos quejarnos de los efectos que producen tan húmedos instantes: cien millones de mexicanos nos contemplan.
¿Qué es la humedad? Según esto, somos tres cuartas partes de agua. El planeta Tierra –debería llamarse planeta Agua- también tiene tres cuartas partes de su superficie bajo el agua. Uno cuando celebra o se lamenta –o se la mienta- dice que anda en el agua.
En Lima, Perú, es tan escasa el agua que han aprendido a captarla de la niebla matinal. Como quien dice, exprimen la humedad. En el trópico húmedo, le huimos. Hongos en las verijas, en las uñas, en la cara. Toda clase de esporas y gérmenes flotando en el caldo de cultivo atmosférico. Ni siquiera tienen que luchar por el vital líquido los cabrones. Lo obtienen nomás flotando en el ambiente. Calor y humedad. Sólo eso requieren las bacterias para reproducirse espectacularmente.
Terror de museógrafos e historiadores. Los famosos rolios del Mar Muerto se conservaron debido al bajísimo nivel de humedad y por estar a la sombra. Pero, volviendo a la hora del jadeo y el empujón, a la cadera bamboleante, a la navegación –a veces naufragio- en nuestros flujos, momentos cumbres de la humedad, me quedo con la idea de que ésta es, en efecto, un divino tesoro.