10.6.07

Cacería de Brujas

La observa con detenimiento: las manos llenas de dobleces, los ojos rasos; la voz se mantiene, aunque ahora alcanza matices que no recuerda haberle oído antes. Salta la mirada a pasearse por los objetos en el comedor: los mismos gatos en los almanaques cuyos días serán, considera, más espesos por falta de compañía; la azucarera de porcelana blanca, brillante, con flores de un rojo descarado como boca de mujer que llama a dar besos sinuosos. De la casa emerge, como siempre, cierta oscuridad que no asusta pero tampoco conforta.
El tic tac incesante del búho en la pared, con la panza llena de horas. Tic-tac, tic-tac.
Las manos acordeón musicalizan el relato, se desdoblan levemente para mover los dedos, puntualizando los comentarios. Sonríe mientras la mira y el viejo amor le da una sacudida, el amor de siempre, el reservado para su viejita, pequeña, antisocial. Afuera la lluvia danza con pasos amortiguados, como no queriendo dejarse oír.
Eran tres bolas de lumbre que jugaban en la lejanía, allá en lo alto del cerro. Tu abuelo las vio, ya ves que a él le gustaba irse a caminar al cerro del borrego y allá fue en la mañana, tempranito. Se quedó de a seis cuando volteó para arriba y vio las bolas, como persiguiéndose, jugando, decía él…
Achica los ojos, los entrecierra para darle nitidez a la imagen que la abuela le narra y la sensación se despierta en su estómago, un vacío que le quita un poco de aire, que le provoca una implosión y le hace temer un poco, encogerse un poco.
Y sí es verdad, porque también cuando tu tío Fede era recién nacido, vinieron, y si no hubiera sido por las vecinas que me decían que oían al niño llorar pos no, yo no sabía de esas cuestiones,porque allá en mi tierra nada de eso pasaba; ya te digo, yo durmiendo junto al niño, en la misma cama, con tu tío en medio hecho taquito, enrollado con la sábanas y tu abuelo del otro lado, de modo que tu tío quedaba al centro, pos no había manera de que no oyera al niño llorar, ¿pos cómo? Pero ya sabida, le puse las tijeras abiertas en forma de cruz bajo su cabecera y un listón rojo amarrado en su muñequita, así, en forma de pulsera y ya no siguieron viniendo.
Mira los ojos de su abuela cuando le platica, dos canicas azul oscuro, como un cielo a escala con asomos de nubes, parpadeando con fuerza.

*

Levanta la mesa. Con el trapo medio mojado quita las moronas del mantel, pone en orden los tapetes de plástico. En la cocina, el ruido del agua que cae del grifo cesa. Es hora de acostarse.
Por el pasillo, la figura pequeña de la abuela es la guía. El amarillo de las paredes que por la mañana se dispara a la mirada, languidece entre la penumbra. Al llegar a la habitación del fondo, los olores de pabilo quemado y de talco bañan su olfato. Una vez encendida la luz, ve que la recámara permanece como los cuadros que en los muros del cuarto su abuelo colgara, suspendidos en el tiempo, si acaso algún indicio de palidez en los colores o una mancha más caminando lenta por alguna de las paredes, como gusano que trepa alimentándose de humedad.

El tiempo bien podría ser un trozo de obsidiana por donde la coherencia resbala. Entre las sábanas delgadas, escucha la respiración pausada de su abuela. La lluvia pare una mezcla de silencio y ruido, un sonido que se acolchona y ahoga la agudeza de otros sonidos. Su cuerpo tenso caza la sonoridad del exterior y el frío que recubre su piel viene del clima y de dentro de su propio cuerpo también. Se incorpora despacio tratando de no meterse con el silencio. Su abuela no despierta. Con cuidado se calza las botas. Extendiendo las manos hacia el frente, camina con pasos cortos. Una arruga profunda y horizontal parte su frente y en la semioscuridad abre de más los ojos como si esto ayudara a recuperar la tranquilidad y a mejorar la visión. El aire entra y sale ágil de sus pulmones y a pesar del frío, suda. El corazón late en cada recodo de su cuerpo y en el pecho, se desgrana en un alarido que se interrumpe y reinicia. Una enorme presencia otorga peso a la penumbra. Decide prender la luz de la cocina, volteando hacia atrás. En cualquier momento algo podría salir del fondo del corredor. Toma las llaves de la vieja tabla y su chamarra del respaldo de la silla y camina hacia la puerta que da a la calle. El frío de afuera le golpea el rostro. La tensión se hiela. A medio iluminar, la calle está desierta y callada. Sólo dos perros duermen sobre la acera, enroscados sobre sí mismos.

*

En el puente que va hacia el cementerio es que las ven, ya no tan seguido como antes, porque antes sí era de cada noche que bajaban y se oían sus gritos que más parecían aullidos de loba herida, y a la gente que gustaba de andar a horas en que ya uno debe entregarse al sueño, era a la que agarraban y dicen que les chupaban el espíritu porque los dejaban con las piernas y los brazos como hilitos, así, lánguidos como se dice, flojitos y con dos huecos por ojos…

La llovizna es un ataque de finísimas agujas frías. Camina con los brazos cruzados sin evitar los charcos donde los largos cuerpos de las lámparas se reflejan. El camino hacia el puente es muy breve, escasas dos cuadras que parecen estirarse. Las piernas avanzan a punto del hormigueo y la náusea le patea el vientre. Tiene ganas de llorar pero algo lleva el curso de las cosas y no está en sus manos, no. No puede distinguir la estatura de los cerros, ni su volumen señorial, sólo siente su vigilancia y una especie de telaraña inmaterial que aprisiona. Voltea hacia atrás. La escuela primaria se ve desolada, las casas, los árboles, incluso los arbustos y flores del camellón pierden color y se tornan acechantes.
En la mente puede verlas desdibujándose, las imagina como flores de fuego que se abren y se cierran, con los cabellos como hilos de seda incendiándose, extendidos en el aire, sin sustancia, espeluznantes, en medio de su territorio nocturno cuya entrada es el puente. …de pie sobre el puente, aguza el oído: sólo el correr del agua que pasa y los sonidos habituales de la noche, pero más nada. Decide esperar un rato. Con los brazos cruzados, se recarga sobre el barandal, clavando la vista en los puntos más oscuros, respirando ya con la boca abierta, sacudiéndose de vez en vez.

Nada.

Con la ropa escurriendo, tirita. Sus oídos expectantes se van acostumbrando a la voz profunda del agua que pasa por debajo del puente. Voltea hacia todos lados pero sus ojos ya no están tan abiertos. Los dedos de las manos se mueven como tentáculos de pulpo. Piensa en que su abuela se preocupará si se despierta y nota su ausencia. Suspira y con la mirada busca otra vez. Voltea hacia arriba y atrás, en la negrura, escucha cómo de pronto las ranas callan. Una inquietud se le derrama encima. Echa a andar hacia las faldas del cerro. Cruza las vías hacia el camposanto y al respirar con fuerza, el aire frío le ocasiona heridas en la nariz. La reja de la entrada está cerrada y de ella cuelga una cadena gruesa y un enorme candado. Se recarga en la reja. Mira arriba, hacia los cerros, pero nada ocurre.

-Quiero ver algo.

El piso mojado imanta sus pies y con los brazos metidos entre los barrotes, deposita el peso de su cuerpo sobre la rigidez de la reja. Abuela, piensa, dentro están enterrados el tío Fede, la bisabuela, el abuelo…

Un sonido ahogado parece escucharse.

-¡¿Que es eso, qué es…?! Un hielo inexistente se deshace sobre su nuca, escurriendo hacia la espalda.

La lluvia mantiene su canción, pero las ranas callan de nuevo.

Un llanto cae ya sin control. -¡¿Es un gemido, quién hizo así, qué es eso?!El temblor se generaliza en todo el cuerpo y a pesar de no querer moverse, se mueve. Apartándose de la reja, echa la última mirada hacia adentro del cementerio. Retrocede.

-¡¿Qué es eso…?!

Corre. Llorando corre hacia casa de la abuela, las botas antiderrapantes facilitan la ágil carrera. Salta las vías. Corre y reza, aunque sean disparates, retazos de oraciones incoherentes, suplica a su tío Fede que no le pase nada, que no le queden huecos los ojos; oprime con fuerza sus párpados para borrar de su cabeza la imagen visualizada, y su mente reconstruye en cuadros nítidos una medusa danzando en amarillos y azules, una gasa de lumbre que vuela, como jugando.

Que no vuele hasta acá, que las piernas no se me aflojen, por favor, por favor…
*

Sentada en la sala, la abuela acaricia a la nena, haciéndola ronronear.
Por el cementerio han pasado varios cuidadores, orita no sé francamente quién se haga cargo. La última vez que fui a dejarle flores a mis muertitos me atendió un chaparrito, joven, que no habla dicen, muy atento, hasta me dio una lata pa echarle agua a mis nardos y a mis nubes. Dicen que no tiene casa ni familia más que su mujer, una chamaca igual de flaca y maltratada que él y que los dos viven allí en el panteón y eso no se hace porque pos no, no dejan dormir en paz a los muertitos en las noches; Sarita me contó que la chamaca tenía el montón de latas donde yo creo cocinaba, porque cuando ella iba a ver a sus muertitos, veía a la chamaca sopla y sopla a las latitas pa avivar las brasas; pero ora que tú me dices que nomás le vistes las piernas afuera del cuartito de cemento ,y que se veía el montón de latas con brasas vivas se me hace raro que duerman así, habrá que avisarle a las autoridades que vean eso porque está raro, a lo mejor están mal de su cabeza los dos, capaz que se arma el incendio y ellos no van a responder. Pero qué costumbres las tuyas esas de caminar en la noche, no ves que eso está mal y más anoche que no había luna y no se veía nada, ¿y si te llegas a caer, yo aquí sola qué hago, cómo me entero? No andes haciendo eso que te puede hacer daño, si ya orita la palidez que pescastes. Ya estás como tu mamá cuando niña, que la mandaba yo a la tienda y un día, ya entrada la nochecita, regresó toda espantada y me salió con que un perro negro le salió al paso y no la dejaba pasar…

-¿Cómo?

Y con la náusea pateándole el vientre, achica lo ojos como para darle nitidez a la imagen que su abuela le está contando.