10.6.07

Camino al agua

De niños solíamos pasear por los solares abandonados, los que considerábamos nuestros por la simple razón de no ser posesiones de alguna de las familias pudientes de la zona. Para nuestros paseos nos gustaban las noches que tenían por ombligo una luna completa, que extendiera indiscreta y fluorescente sus cabellos de plata a lo largo de las veredas y las calles silentes, donde las casas parecían alineadas de una manera perfecta.

San Jerónimo era tranquilo entonces, y aunque las negativas de nuestras madres no se hacían esperar, no podían impedirnos salir de casa y correr hasta llegar al punto de encuentro en esas noches iluminadas. Había un solar que era nuestro solar, el más bonito. En ese espacio la vista al río era más amplia porque los árboles que ahí crecían no estorbaban el horizonte donde se extendía el paisaje acuático. Nos gustaba sentarnos a contemplar el río por horas. Grande, manso y dulce, el cuerpo de agua corría y se lucía ante nuestras miradas sedientas de brillos nocturnos.

Esperábamos callados para contemplar el momento en que la luna rozaba sin pudores la superficie cristalina del río, arrancando en su contacto, llamaradas blanquecinas que casi nos enceguecían. Espejos surgían momentáneamente entre las escamas líquidas del río y se encajaban en nuestros ojos tan profundo, que asegurábamos querer volvernos peces, para correr ágiles a la misma velocidad del agua, recibiendo avergonzados los audaces roces de la luna en nuestros cuerpos de mercurio.

Camino al agua nos descalzábamos, metíamos los pies en la corriente y retornábamos veloces el corto tramo que nos separaba de la zona del solar donde los árboles más grandes crecían. Llegábamos hasta ellos y cada uno de nosotros se abrazaba con fuerza al árbol que había escogido y bautizado. Con los ojos cerrados, pedíamos en voz alta que nos acogieran, que nos adoptaran como retoños y nos hicieran florecer con ellos, para que nada nos alejara del solar, impidiéndonos la asistencia en las noches de magna luna. Después nos revisábamos para ver si nuestros pies ya habían echado raíces, si nuestros torsos eran ya troncos o los brazos ramas, o si por casualidad, en los dedos de las manos asomaba alguna hoja o alguna flor. Desanimados, renunciamos a nuestras ceremonias nocturnas de luna llena, cuando crecimos y nos dimos cuenta que los árboles nunca prometieron nada.

Escogimos una noche alunada para embarrar nuestros pies con barro y certificar con nuestras huellas sobre los troncos, el vínculo de cada uno con su árbol. Así renunciamos y decidimos seguir creciendo. Años más tarde, cada uno tomó su camino y algunos se fueron a otros lugares.
Ahora, en las noches de luna enorme, suelo sentarme con otros amigos a mirar el río impaciente por caricias lunares, guarnecidos en lo alto de los árboles, que no faltan nunca a nuestra reunión.