10.6.07

Leña para miguelina

Era una lluvia de ceniza

El bracero de Miguelina cocía el nixtamal para las tortillas de mañana.Camilo, su esposo, siempre le decía:- ¡Desperdiciada! Qué no ves que me parto el lomo para hacer leña y túsigues pónele y pónele a la lumbre.- Si ya acabastes, deja las puras brazas.- Pa´ qué chingao sigues metiendo leña.

Miguelina era muda. Mejor para Camilo, así no hacía más que gemir cuando llegaba aguardientazo y la golpeaba.Desde los catorce, Miguelina, había sido su mujer. Mujer pequeña, morena,de cabellos largos y crespos, como de escobeta, negros.El cañal de don Fausto era fuente de provisiones para el matrimonio. Lostreinta pesos diarios no bastaban, ni para el aguardiente, ni para lasmorunas; menos para la comida.Los conejos que atrapaba el fuego de la zafra, eran codiciados entre lacuadrilla de macheteros. Camilo había llevado tres en la semana.
-¡Carne!, pensaba Miguelina.Todos los días, a las cinco de la mañana, antes de que su gallo descubriera el sol, Miguelina, hacía rechinar el catre de tablas cuando se levantaba. Enfundaba los pies curtidos en sus huaraches de plástico y salía. Cargando más de siete kilos de maíz, llegaba al molino de don Chilo. A las seis de la mañana ya estaba frente al bracero, moliendo la masa. Haciendo tortillas.

Marrano, su esquelético perro pinto, la veía, recostado a diario en latibieza de las cenizas.Todos los días era lo mismo.Silencio.Fuego.Leña…
Soledad.Por las noches, Miguelina, sabía que en su bracero encontraba latranquilidad que no le daba su jacal. Después de cocido el nixtamal, entraba y fingía dormir. Escurría su cuerpo cuando Camilo le abría las piernas, con esas manos callosas, negras, sucias de hoja de caña incendiada. Cuando el animal de Camilo dejaba de embestir su cuerpo callado, Miguelina hacía como que dormía. Casi flotando, escapaba del tufo de su esposo. Llegaba al calor de su bracero. Ahí lloraba, evitando entonar el canto que su abuela le enseñó. Siempreterminaba haciéndolo, aunque no quisiera. Su garganta se desplegaba, y la lengua olvidaba la rigidez de siempre. Poco a poco, su canto mecía, primero el azul, después el rojo y por último el dorado color de la lumbre. Sabía que no era desperdicio tener siempre fuego sobre el bracero.
Cuando los trozos de guayabo y de mulato se desdibujaban, para dar paso al rojo vivo de las negras brazas, Miguelina, desprendía primero una, después la otra de sus flacas piernas.No había coyunturas sangrantes.

El canto seguía.Suave.
Melancólico.Triste.
Arrastrando el tronco de su cuerpo, Miguelina, aventaba sus piernas albracero. Tenían que estar calientes, o al menos tibias. Recogía su cabello y lo unía en una trenza, escurrida, parca.
Y así, cada noche, hasta que las morunas de Camilo perdieron el filo, igual que sus golpes, igual que sus gritos. Cada noche el mismo canto, la misma trenza, el mismo llanto.
Una noche, Camilo cayó borracho en una zanja de la parcela, no se levantó jamás después de aquella noche lluviosa. Se ahogó sin saberlo.Miguelina y su bracero, eran lo mismo. Cada noche ella cantaba y se iba al monte, sin piernas, ahí, desudaba su cuerpo y se bañaba con el agua que juntaban las vainas de los platanales.Comía grillos y catarinas. Cortaba leña, siempre de guayabo y de mulato; sabía que esas no hacían humo.Fue una noche, que cargada con su leña, Miguelina, llegó al bracero. Tiró los trozos de madera y un montón de jinicuiles que había cortado de regreso. No le dio tiempo de voltear, cuando sintió que su cuerpo le quemaba. Convulsa, apretujaba su garganta, queriendo cantar otra vez.

Se arrastró hasta chocar con las patas del bracero, alzó la mano,intentando encontrar sus piernas entre las brazas. Se quemó y no las halló. Una muchedumbre llegó de repente. Era un griterío de gente enardecida, con candiles, palos y machetes.

Una vieja con el mandil manchado con masa, doña Enedina, gritó:- ¡Ya ven!, se los dije, esta pinche muda es la que nos ha estado robando.- ¡Maldita bruja!- ¡Mátenla!
Miguelina, cerró los ojos y no los abrió jamás.

Afuera, Marrano corría con sus piernas, que momentos antes los ardorosos y furios campesinos habían tirado a la calle. Las llevó lejos, hasta la orilla del río, donde las echó.Después de la muerte de Miguelina, todo el pueblo sufrió. La caña nocrecía, era seca y de más bagazo que caña. Del café sólo volvieron a ver su flor. Nunca volvió a brotar por bultos. La lluvia se olvidó en la mente del pueblo. Pasaron años, hasta que ningún árbol quedó vivo. Fue entonces cuando hubo leña suficiente.
Yo estoy de paso. Lo que aquí les cuento es lo que me contó don Pedro en la cantina, después de haber ido al ingenio. Es más, dicen que cuando queman los cañales en la noche, la lluvia de ceniza ya no cae sobre el pueblo, se va, como si la soplara un aire misterioso.
Hay quienes dicen que por la madrugada, el río se detiene, y que a lolejos, se puede ver una luz brillante en el bracero de Miguelina, donde una totola grade, negra, brillosa, se pasea.
Es Miguelina.