10.6.07

Breves de amor y muerte


I
En el último suspiro dejó caer la mano. Antiquio, su perro, apresurado trató de revivirlo. En balde lamió aquel brazo suelto y vaporoso. Dicen que la saliva es el mejor de los ungüentos, yo creo que por eso al Carmelo nunca se le separó su perro.Dios lo tenga en su gloria.
II
Bien me acuerdo que cuando la Raymunda salía a lavar, un canto bien triste sonaba del pescuezo de los pájaros que la seguían hasta la sombra de los álamos.Se levantaba la falda y metía una a una sus carnes, hasta que llegaba a su piedra de lavar. Tiraba dos o tres varas de platanillo y hacía una presa, donde ponía a remojar sus trapos.Y yo desde lejos, en medio de las matas de café, nomás la veía cómo se movía. ¡Pinche Raymunda! Era una mujer de verdad, nada de tiliches.Así era siempre; iba a lavar bien temprano y cuando salía del agua con su ropa limpia, yo me hacía el aparecido, como si apenas fuera para mi parcela.Sólo una vez le dije buenos días, y no más por que ese día llevaba susaretotes de oropel. Yo quería que me viera.Por eso le digo que yo no la maté. Le digo patrón, yo no hubiera podidohacerle semejante barbaridá, menos con hojas de caña.
III
Un día, tu padre me dijo que lo enterráramos junto a huisache. Decía que cuando el árbol ayunara las espinas, los perros no lo escarbarían.¡Pobrecito de tu padre!Vamos a tener que hacerle caso, no hay ni un chingao petate bueno pa´ sembrarlo. Mero hoy que es día de la Candelaria.
IV
Pudo en ese momento llegar la muerte, harapienta y cabizbaja, como imaginó sería para los jodidos. Lo que vio fue una lucezota, grande, grande, que lo mojaba.Escuchó los rezos bañados de copal. Ya no era él; a lo lejos, sentado junto a la olla de café, pudo ver cómo al cajón le hacían la señal de la Santa Cruz con el sahumerio.