10.6.07

Los tiempos de agua

Cata llegó a la casa en tiempos de agua, cuando la venta de comida en el restaurante era buena y mi madre necesitaba una ayudante. La trajo su papá Silverio huyendo del paludismo. Al principio fue tímida y callada, siempre tuvo esos ojos chispeantes, la postura inocente de india serrera. Se acopló enseguida a los murmullos del pueblo, a las fiestas que empiezan en marzo, a los días de todos los santos sin los grandes altares.

Cata no tenía problemas para prepararse un buen cigarrito de marihuana y callaba toda cuando llovía, se sentaba en algún banco con las piernas abiertas, para que el cliente no la olvidara. A Cata no le importaba la venida de Cristo y tenía ganas de conocer las ciudades vacías, no soportaba que alguien la mirara con ojos de hambre, entonces era casi un pájaro. Más que perder, odiaba que el otro se enterara que estaba perdida, ella siempre daba el último golpe.

Cata andaba descalza entre las piedras, no pisaba la alfombra, volaba. Decía que no sabía querer y no tenia culpa que después de dos o tres cogidas la adoraran, no era lo suyo el amor sacrificado. Cata no estaba bien ubicada en espacio y tiempo, por temporadas se ocultaba de todos, no admitía visitas en su cama y tenía amigos imaginarios.

Los senos de Cata eran grandes y oscuros y sus piernas eran lizas como una sombra estirada. No sé bien en que momento se convirtió en domestica de día y animal de mi cama por las noches luego de la ducha. No sé que tan cierto sea que los de su tierra son sopladores, hierberos que curan el susto con la frialdad de su lengua, sólo sé que ella era ante la vida era como una culebra frente a la tormenta: andaba con prisa, le temía a los rayos, se escabullía entre las cortinas y reía, se desnudaba frente a mí y reía. Cata reía